Desde la fijación de los costes del sistema en la Ley del Sector Eléctrico de 1997, el déficit con el que la tarifa cubre dichos costes no ha hecho sino aumentar, hasta convertirse en un auténtico problema para la economía española.
Ha sido necesario llegar a una situación de verdadera emergencia presupuestaria para que el actual Gobierno cogiera el toro por los cuernos y presentara un marco impositivo excepcional (siete impuestos, un tributo homogéneo del 6 por ciento para los ingresos de generación, un 22 por ciento sobre el valor económico de la energía hidroeléctrica producida, un céntimo verde, un impuesto sobre la venta de energía, otro sobre la producción de residuos de las centrales nucleares, etc.) para hacer frente al déficit de tarifa.
El proyecto no incurre en los vicios de los primeros borradores, que habían determinado las exacciones fiscales a partir de los beneficios de cada área de negocios; pero es difícil de entender sobre todo en la filosofía global.
Fijamos un precio de la energía excesivo con procedimientos que nos han llevado a la actual situación, integramos en él conceptos discutibles y después generamos una panoplia de figuras fiscales para financiar este precio, con el objetivo ilusorio de que no tengan ninguna repercusión en la tarifa.
Octavio Granado, secretario de Estado de la Seguridad Social entre 2004 y 2011, escribe en El Economista:
El actual Ministerio de Industria, que ha asumido frente al problema una posición menos complaciente que su predecesor, corrige con este texto legal toda la política obstruccionista sobre cambios del modelo fiscal del sistema eléctrico desarrollada por el PP en las dos últimas legislaturas, con la impagable colaboración de algún partido nacionalista, y sobre todo, con la ampliación, en un momento ya casi fuera de cuentas de lo que se entiende por legitimidad política, de las concesiones gratis total a las compañías eléctricas del uso de las presas hidroeléctricas aprobadas por el Ministerio de Fomento al final de la segunda legislatura de la presidencia de Aznar.
Bienvenida la intención de hacer frente al déficit de tarifa, pero tal vez sea preocupante que el estrechamiento de los márgenes de explotación de las empresas se traduzca, en un contexto de incrementos impositivos generales, depresión económica y debilidad del consumo, no en una mayor eficiencia, sino en una disminución de la red, en un empeoramiento del servicio o en dejar caer los equipamientos menos rentables, no por lógica productiva, sino por motivos fiscales.
Lo sucedido con la central nuclear de Santa María de Garoña es para tomar nota. El Gobierno anterior decide cerrarla, por considerar globalmente innecesario la prolongación de su actividad y excesivas las inversiones para mejorar los estándares de seguridad. Las compañías adujeron entonces que su energía era la más barata, la central la más segura y que su cierre encarecería la factura de la luz, en un porcentaje disparatado.
El accidente del año pasado en Fukushima I motiva el abordaje conjunto en Europa de planes de mejora de las condiciones de seguridad de todas las centrales y proyectos fiscales del Gobierno un estrechamiento de los beneficios. Conclusión, han sido las propias compañías las que han decidido que, en estas condiciones, es mejor que la central se cierre para no acometer inversiones y no hacer frente a los nuevos tributos. Y los defensores incondicionales de la central frente a los malvados cerrajeros disimulando su ridículo. Por esta regla de tres, podemos acabar (es una boutade) transformándonos de exportadores de energía en importadores.
Es difícil no atender a la necesidad de reducir el déficit tarifario. Nadie va a creer que esto no vaya a tener una repercusión significativa en los consumidores. Es igualmente razonable concluir que parte de este déficit se debe a beneficios regulatorios, y en este sentido, estos beneficios impropios deben resolverse mejor con una regulación más precisa, antes que con regulaciones fiscales añadidas. Se puede coincidir sin reservas en la conveniencia de que el marco regulatorio tenga en parte ámbito europeo, y una cierta estabilidad, tal y como ha reclamado el presidente de Iberdrola. Y, en torno a esta cuestión, un acuerdo global que reconozca los malos usos del pasado debería servir para alumbrar una regulación estable para el sector eléctrico para los próximos quince años. Por cierto, que en este tema, como en tantos otros, las hemerotecas descubren menores ligerezas en los responsables sindicales, bastante más responsables en todo momento que otros sectores públicos.
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